Tercer año consecutivo enfrentando el desafío del Camino de la Cruz, un recorrido ya familiar entre Mula y Caravaca de la Cruz, pero esta vez con una particularidad: lo haría sola. No es el mismo sabor que las otras ediciones, cuando compartí las risas, el cansancio y las metas con otros corredores. Esta vez el reto era más íntimo, una carrera contra mí misma. >
> Arranqué con buen ánimo, con los primeros 20 kilómetros hasta Bullas transcurriendo entre trotes suaves y respiración controlada. El terreno, aunque conocido, seguía regalando sensaciones frescas. A cada paso, el paisaje murciano desplegaba su majestuosidad: senderos terrosos y los primeros rayos del sol filtrándose a través de esos almendros casi muertos por la sequía. Me sentía fuerte, confiada. Las piernas respondían y la mente estaba clara. >
> Pero, como en toda buena maratón, hay un momento de quiebre. A medida que avanzaba, el sol empezó a apretar. El calor, siempre acechante en las tierras murcianas, se convirtió en mi peor enemigo. Llegué a Bullas todavía con energía, pero a partir de ahí todo cambió. Ese tramo plano y recto, entre escasos árboles , que en otros años me pareció casi un descanso, se volvió interminable. Cada metro se sentía como una eternidad. El sudor ya no solo caía, sino que empapaba cada fibra de mi ropa y cada parte de mi piel. Bebí agua, intenté mantener el ritmo, pero el cuerpo comenzaba a resentir la dureza del recorrido y la soledad se hacía sentir. >
> Cada sombra que ofrecían los árboles era un alivio momentáneo, pero pronto me daba cuenta de que aún faltaba mucho para Caravaca. La carretera parecía estirarse. Mis piernas ya no trotaban con la ligereza del principio; ahora cada paso era una pequeña victoria contra el agotamiento. Sin embargo, la determinación seguía ahí. La meta no estaba solo en llegar a Caravaca, sino en completar el reto, una vez más, por tercera vez. >
> Finalmente, tras lo que parecieron horas interminables, ya estaba en Cehegín y la Peña Júpiter ayudaba a todos los que llegábamos casi sin aliento. El alivio era inmenso, últimos km, si era capaz de hacer la recta de los árboles la prueba estaría superada. > Y si, después de 42 km bajo el sol cruce la meta y lloré (solo un poco). >
> Pero la sorpresa final no tardó en llegar: aún me faltaba subir al castillo. **El Castillo de Caravaca**, con sus escalinatas desafiantes, parecía más una broma cruel que una tradición. Ahora tocaba esa última ascensión. No bastaba con cruzar la meta; había que recoger el diploma del peregrino en lo alto. >
> Con las últimas fuerzas que me quedaban y cerveza en mano, emprendí la subida. Cada escalón era un recordatorio de la dureza de la prueba, pero también de su belleza. Al llegar a la cima y recibir el diploma, la mezcla de agotamiento y satisfacción fue indescriptible. Había completado la maratón una vez más, esta vez sola, en un duelo personal contra el Camino, el calor y mi propia voluntad. >
> Al final, el cansancio se mezcló con la sensación de victoria. El diploma en mano no solo era un papel, sino la prueba de que, pese a todo, había logrado cruzar esa meta una vez más. >

Por: María José Pérez

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